SEMANA IV DEL TIEMPO ORDINARIO
JUEVES
2 DE FEBRERO, PRESENTACIÓN DEL SEÑOR
Lucas 2,22-40
22 Cuando llegó el tiempo de la
purificación de María, según la ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén,
para presentarlo al Señor 23 (de acuerdo con lo escrito en la ley
del Señor: “Todo primogénito varón será consagrado al Señor”) 24 y
para entregar la oblación (como dice la ley del Señor. “Un par de tórtolas o
dos pichones”).
25 Vivía entonces en Jerusalén un
hombre llamado Simeón, hombre honrado y piadoso, que aguardaba el consuelo de
Israel; y el Espíritu Santo moraba en él.
26 Había recibido un oráculo del
Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor 27
Impulsado por el Espíritu Santo, fue al templo.
Cuando entraban con el niño Jesús sus padres
(para cumplir con él lo previsto por la ley) ,28 Simeón lo tomó en
brazos y bendijo a Dios diciendo:
29“Ahora, Señor, según tu
promesa,
puedes dejar a tu siervo irse en paz;
30 porque mis ojos han visto a tu
Salvador,
31 a quien has presentado ante
todos los pueblos:
32 luz para alumbrar a las
naciones,
y gloria de tu pueblo, Israel”.
33 José y María, la madre de
Jesús, estaban admirados por lo que se decía del niño.
34 Simeón los bendijo diciendo a
María, su madre: -Mira: Éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se
levanten; será como una bandera discutida; así quedará clara la actitud de
muchos corazones. 35 Y a ti, una espada te traspasará el alma.
36Había también una profetisa,
Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana: de
jovencita había vivido siete años casada, 37y llevaba ochenta y
cuatro de viuda; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con
ayunos y oraciones.
38Acercándose en aquel momento,
daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación
de Jerusalén.
39Y cuando cumplieron todo lo que
prescribía la Ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. 40El
niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de
Dios lo acompañaba.
COMENTARIO.
Mediante la primera pareja,
Zacarías/Isabel, Lucas ha querido describir la situación religiosa de Israel,
vista desde la perspectiva de los responsables de mantener la alianza que Dios
había hecho con Abrahán y que había renovado por medio de los profetas
(Judea/sacerdote/santuario). A pesar de la completa y humanamente insalvable
esterilidad de la religión judía, Dios, fiel a sus compromisos, ha intervenido
en la historia de su pueblo para que diera un fruto, el fruto más preciado que
podía dar la religiosidad judía: Juan, asceta y profeta.
Lucas se ha servido de una
segunda pareja todavía no plenamente constituida, María/José, para enmarcar el
nacimiento del Hijo de Dios en la historia de la humanidad. A pesar de que
María estaba sólo desposada con José y de que todavía no convivían juntos, fruto
de la íntima colaboración entre Dios y una muchacha del pueblo, en
representación ésta del Israel fiel, pronto para el servicio solícito hacia los
demás, pero sin gran arraigo religioso (Nazaret/Galilea), ha tenido un hijo:
Jesús, el Mesías de Israel y Señor de toda la humanidad.
Ahora Lucas quiere completar la
descripción con una tercera pareja, Simeón y Ana, cuyo único lazo de unión es
el hecho de confluir en el templo en el preciso instante en que van a presentar
a Jesús; ambos son profundamente religiosos. A través de estos dos personajes,
presentados como profetas, Lucas reúne en el momento de la presentación de
Jesús en el templo las dos líneas que había trazado en los cánticos de Zacarías
y de María.
A los 40 días si era un niño y a
los 80 si era una niña, la madre debía presentarse en el templo para
purificarse, tenía que ofrecer un cordero o, si no llegaba por ser pobre, dos
tórtolas o dos pichones (Lev 12, 1ss). La presencia del niño no era necesaria
en la purificación de la madre. Para el rescate (resulta curioso que el que
viene a rescatar es rescatado) del primogénito no había que llevarle al templo.
Y de hecho nadie lo llevaba, bastaba con pagar 5 siclos de plata, moneda del
santuario. Pero Lucas no dice nada de que María y José pagaran con monedas. ¿No
será que el rescatado no necesita rescate?
José y María se dirigen al templo de
Jerusalén para hacer la ofrenda al Señor. Es la idea de la religión: las
personas tienen que ofrecer para ser gratas a Dios, es la idea que Jesús
destruirá. En el evangelio de Juan, Jesús entra en el templo y expulsa a los vendedores
de bueyes, ovejas y palomas. Pero después dirige su ira solamente hacia los
vendedores de palomas. Sólo a ellos les dice que no conviertan la casa de su
padre en un lugar de comercio, en un mercado. Jesús les increpa airadamente
porque las palomas eran la ofrenda que los más pobres podían ofrecer al Señor,
para obtener su beneplácito. De este modo, quedaba prostituido el amor de Dios:
el amor de Dios se obtenía pagando, y Jesús esto no lo podía tolerar. No puede
admitir que se venda el amor de Dios.
María y José tendrán que recorrer aun un largo
camino para acoger plenamente la novedad de Jesús, porque son hijos de su
tiempo, herederos de sus tradiciones religiosas. Sin embargo, mientras que la ley los empuja hacia
el templo, otra fuerza los impulsa en la dirección opuesta: es el Espíritu
Santo. El Espíritu y la ley no se pueden soportar, uno exige la eliminación del
otro.
Pues bien, he aquí que en medio
del rito, en medio del templo, de la triple mención a la Ley v.22.23.24 aparece
la triple mención del Espíritu Santo v.25.26.27 en torno a un nuevo personaje,
Simeón, cuyo nombre quiere decir “Dios escucha siempre”, y esto no es
casualidad.
Este personaje, igual que su
correspondiente femenino, Ana, son laicos y representan al pueblo que está en el
atrio (en la entrada, no dentro del templo, el lugar de los sacerdotes), tienen
esperanza y tienen Espíritu Santo.
Simeón, “Dios escucha siempre”, es un laico que haciendo honor a su
nombre mantiene viva la esperanza y éticamente es justo con los hombres y
piadoso con Dios. Quien es así, tiene el Espíritu de Dios, lo mueve el Espíritu
y va al templo movido por él, con la esperanza viva y con su ética horizontal
(justicia hacia los demás) y vertical (piedad hacia Dios) en perfecto
ejercicio. Y todo aquel que acude con estos presupuestos al templo, descubre al
niño, el nuevo Dios, como los pastores (representantes del pueblo que no tenía
acceso al templo), lo descubren en casa. Simeón y los pastores son parejos y
representan, respectivamente, al pueblo excluido y al pueblo no-excluido.
Es inevitable que entre el
profeta Simeón, movido por el Espíritu Santo, y los padres observantes de ritos
inútiles, se produzca un “choque”, expresado en gestos y palabras. Simeón les
quita el niño de sus brazos y pronuncia unas palabras que les dejan pasmados,
causan estupor porque este niño no ha venido sólo para Israel, sino que será la
Luz de todas las naciones.
29-32 "Ahora, Señor, según
tu promesa,
puedes dejar a tu siervo irse en paz;
30 porque mis ojos han visto a tu
Salvador,
31 a quien has presentado ante
todos los pueblos:
32 luz para alumbrar a las
naciones,
y gloria de tu pueblo, Israel”.
Este himno nos recuerda que el
que vive siendo y teniendo las actitudes de Simeón (esperanza inquebrantable en
que Dios escucha, justicia para con los demás y piedad para con Dios) en el
punto y seguido de su vida (la muerte) le espera un encuentro con su Señor. Un
encuentro que supone que no es tanto que estoy en las manos de Dios, pues
siempre estamos, cuanto “la experiencia de que él está en las nuestras”, en
nuestras manos, es decir, descubrir que él está a nuestro alcance.
La salvación no es tanto que Dios me abraza cuanto que yo lo abrazo y
ya no lo suelto. Pues de Simeón, el texto no dice que se lo devolvió a los
brazos de María y de José, cosa que se hará históricamente, ya que como éste es
un texto catequético se silencia. Por esto, para un auténtico creyente, la
muerte es dulce y amorosa, porque es llegar a la paz total a través de caer en
la cuenta que tienes la salvación contigo, en tus brazos. El momento de la paz
total y plena sólo la viviremos en el punto y seguido de nuestra existencia
terrena. La Iglesia nos pone este himno en la liturgia de Completas (oración de
la noche), previa al sueño, que es una imagen de la muerte, como el sueño es
dulce y la cama amorosa, la muerte también.
¿A quién se llama Simeón? A quien está firmemente anclado en que “Dios escucha siempre”, y Dios
no le defrauda. A quien es como Simeón, descubrirá y tendrá en su vida
muchos momentos. Ahora con los que
comienza el himno, será intemporal. Ahora
Simeón no puede hacer otra cosa que cantar al entrar en contacto con el niño,
porque llegado el momento de su muerte, descubre que ésta no existe porque en
ese momento descubre al que es la Vida entre sus brazos y, por eso, le inunda
la paz en ese momento que es cuando ve y palpa la luz, la salvación, por tanto
al Salvador.
Todo esto se conseguirá al final
de la catequesis del evangelio, con la entrega total (pasión, muerte y
resurrección) pero ya está presente desde el principio, porque en Dios no hay
tiempo. Lucas, que es exponente de la maduración que experimentó el primitivo
pensamiento cristiano, es el que ha llegado a comprender que los efectos del
acontecimiento de Cristo no son fruto del desenlace final (la cruz) sino que ya
están presentes en los mismos comienzos de su existencia terrena. En
definitiva, menos cruz y más gozo, o, al menos, tanto gozo como cruz.
A María y José todo esto les
viene del revés de lo que les habían enseñado de pequeños en las catequesis en
sus sinagogas. Les habían dicho que la luz del Señor brillaría sobre Jerusalén
y que las naciones tendrían que ir a su luz, hacerse judíos, someterse al
judaísmo. Y ahora Simeón dice que las naciones, no sólo no van a ser arrasadas
sino iluminadas, y que, al contrario, es en Israel donde esto va a ser piedra
de tropiezo y ruina para algunos está
puesto en Israel para que unos caigan y otros se levanten (2,34).
José y María no entienden, pero
no hay tiempo ni siquiera para no-entender. La fe no consiste en confiar a
pesar de no comprender, sino en acoger, aceptar incondicionalmente, es decir,
no entiendo pero no rechazo, confío y espero que al final del proceso (como
Simeón que está al final de su vida) vea y comprenderé. Como tantas veces nos
sucede con las personas, con nosotros mismos, también ocurre en el camino de la
fe.
El himno de Simeón es
interrumpido por el asombro/admiración de
María y José, seguido de una profecía concretada en María que es un añadido
al himno propiamente dicho.
Esta profecía hace referencia a
una espada, veamos una traducción alternativa a la anterior: “Y a ti, tus
anhelos personales, te los truncará una espada”. Siempre se ha interpretado esa
espada como una figuración de la Madre dolorosa traspasada por el dolor de ver
a su hijo crucificado y traspasado por la lanza…Pero no es ese el sentido de la
espada en Lucas.
Para empezar, la presencia de
María junto a la cruz no aparece en Lucas, es exclusiva de Juan, así como lo de
la lanzada, también es exclusiva de Juan. Por el uso y contexto que se hace del
término espada en el NT, se puede
decir que la espada a la que aquí hace referencia el anciano Simeón es figura e
imagen de la palabra de Dios y de lo incisiva que es esta palabra. En la carta
a los Hebreos 4,12 se dice que la palabra
de Dios es viva y eficaz, espada de dos filos que penetra hasta la unión del
alma y espíritu, de órganos y médula que juzga sentimientos y pensamientos.
Luego, esta espada que atraviesa a María
es la palabra de Dios que no dejara de llevarla de sobresalto en sobresalto.
El Dios auténtico siempre es sorpresivo.
Por tanto, la imagen de la espada
que atraviesa a María nos habla de las angustiosas dificultades que ella misma
va a experimentar para comprender la palabra de Dios y obedecerla aun cuando no
coincide con lo aprendido hasta ahora. Es la palabra de Jesús la que
constantemente le va atravesar el alma y la vida, invitándole a hacer una
elección radical aún sin comprender (ese es el modelo de fe).
Las primeras palabras que
pronuncie su hijo Lc 2,50 son motivo de disgusto e incomprensión. Todas las
expectativas se desarrollan de modo diferente. Cuando Jesús por primera vez
abre la boca Lc 2,49 es para reprocharle su ignorancia, la espada continúa
atravesándole. No comprende, pero no rechaza. La palabra tiene que seguir
traspasándola hasta convertirla de madre en discípula. Y la espada seguirá
traspasándola cuando oye, que por su mensaje y actividad, la gente deja de ir
con él 7,5, que los escribas lo tachan de blasfemo y endemoniado, que entre sus
seguidores van pecadores y prostitutas, come con recaudadores y descreídos. Y
cuando la familia va a por él porque creen que ha perdido el juicio, María escucha
aquello de mi madre y mis hermanos son
estos: los que escuchan la palabra y
la cumplen Lc 3,33-34. María ha
de elegir y comprender que la intimidad con Jesús no está garantizada por ser
su madre sino por convertirse en discípula 11,27-29.
Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Las
descripciones de Simeón y Ana, aunque simétricas son totalmente distintas.
Simeón ha sido descrito mirando al interior, mediante su espiritualidad. Ahora,
Ana viene descrita por lo exterior: Ana
quiere decir “favorecida, graciosa”. Hija
de Fanuel significa “rostro de Dios”. De
la tribu de Aser, significa de la tribu de la “buena suerte, fortuna,
felicidad” (Gn 30,13). De la tribu de “la buena suerte” y engendrada por el
“rostro de Dios” no puede menos que ser “favorecida” con la visión del
Dios-niño que acaba de nacer. Es la figura femenina que forma pareja con
Simeón, ambos profetas y ambos representando al pueblo que mantiene siempre la
esperanza, unidos a la humanidad son piadosos con Dios. Es la descripción ideal
del pueblo ad intra, hacia dentro, el
pueblo que mantiene las actitudes de escucha (Simeón) acaba siendo favorecido
por el “rostro de Dios” (Ana); el padre de Ana se llama Fanuel, “rostro de Dios”, luego el auténtico padre de Ana es Dios y
Dios nos engendra totalmente cuando contemplamos su rostro.
El resto de datos sobre Ana
describen de forma simbólica a la totalidad del pueblo: tiene 84 años =12 x 7; 12 es el número del
pueblo, de las tribus, y se acaba de mencionar la tribu más norteña, Aser, y Simeón, el personaje anterior,
es de la más sureña; 7 es el número de la plenitud, el número de la totalidad,
el número de la universalidad, luego el número 84 significa la totalidad universal del pueblo. Ana representa al
pueblo virgen con quien Dios se desposa pero por la ruptura de la alianza acaba
en viudedad, aunque siempre está esperanzada en Dios celebrando todo lo que
significan los nombres de su tribu, su padre y su propio nombre. Ana aparece
descrita como arraigada en un pasado que le recuerda sus promesas, pegada a la
institución, al templo, que es el lugar de vejez, viudez, esterilidad, y al
mismo tiempo, esperanzada, por esto se nos presenta como profetisa, tiene al
Espíritu. Ana, como Juan Bautista y Simeón, está en el quicio de las dos
alianzas, son los últimos profetas del AT y los primeros testigos del NT.
El término liberación significa la liberación total, profunda, escatológica,
más allá de la muerte. Dios realiza esta liberación al estilo de un miembro de
la familia que rescata a parientes. Dios nos rescata porque somos sus
parientes, sus hijos. En este caso Jerusalén
es una figura que quiere decir “todo el pueblo”. Ana hablaba a todos los
que esperaban la salvación definitiva de todo el pueblo.
Con la mención de las palabras así se cumplieron y la última mención de
la ley, acaba este episodio dedicado a presentar a Jesús como hijo del pueblo que cumple todo lo
previsto por la ley. María y José
salieron de Nazaret Lc 2,4, con motivo del empadronamiento, y allí vuelven a su
normalidad y anonimato de siempre.
Se llenaba de sabiduría, este dato, simplemente ha sido puesto para
preparar el próximo relato en el que el niño va a mostrar en el templo su
sabiduría. Jesús que ha nacido en soledad, aguarda en familia y entre el
pueblo, su momento.