domingo, 22 de abril de 2018

SEMANA IV DE PASCUA

MARTES, 24 DE ABRIL


Juan 10,22-30
22Se celebraba entonces en Jerusalén la fiesta de la Dedicación del templo. 23Era invierno, y Jesús se paseaba en el templo por el pórtico de Salomón.
24Los judíos, rodeándolo, le preguntaban: ¿Hasta cuándo nos vas a tener en suspenso? Si tú eres el Mesías, dínoslo francamente.
25Jesús les respondió: Os lo he dicho, y no creéis; las obras que yo hago en nombre de mi Padre, esas dan testimonio de mí. 26Pero vosotros no creéis, porque no sois de mis ovejas. 27Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, 28y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano. 29Mi Padre, lo que me ha dado, es mayor que todo, y nadie puede arrebatarlas de la mano de mi Padre. 30Yo y el Padre somos uno.

COMENTARIO
Una imagen muy popular y difundida de Jesús en la tradición cristiana es la que presenta a Jesús como el buen Pastor, Jesús que lleva sobre sus espaldas un corderito, seguido por un rebaño de fiesta, muy fiel y dócil, todo en un ambiente lleno de encanto, quietud y paz. La imagen ha sido tomada del capítulo 10 de Juan, del cual algunas palabras de este capítulo hoy son tratadas en el evangelio de este cuarto domingo de Pascua.

El evangelista nos presenta, aunque no se lea en la liturgia, el contexto en el que se representa la imagen del Buen Pastor. Es un contexto en el que se respira el odio por parte de las autoridades religiosas hacia Jesús, es la violencia homicida de los jefes del pueblo que no toleran ni soportan que Jesús se presente de esta manera. 
Las palabras que leemos en este domingo de Pascua pertenecen a este capítulo 10 de Juan y Jesús las dirige justamente a los jefes, a las autoridades religiosas del pueblo.

El tiempo y el lugar suceden mientras Jesús pasea bajo el pórtico de Salomón, en el templo de Jerusalén, durante una fiesta importante en la tradición judía, la fiesta de la dedicación del Templo o de su consagración. Después de que el Templo había sido profanado por los paganos dos siglos antes y fue restituido a su sacralidad, los judíos recordaban este hecho importante cada año durante el invierno en el mes de diciembre. Era una fiesta también recordada como “la fiesta de las luces”, se quería presentar a la sacralidad del templo como lugar donde resplandecía la Ley con sus normas y sus preceptos, como una luz que tenía que iluminar a toda nación, a todo el pueblo.

Los dirigentes del pueblo andan muy alarmados porque quieren saber si Jesús es realmente el Mesías enviado por Dios y se dirigen a El preguntándoselo. Si realmente Jesús es el Mesías, quiere decir que se ha acabado el dominio que ejercían sobre el pueblo porque de esta manera se habrían actuado las palabras de los profetas (en particular de Ezequiel) en las que se decía que Dios mismo se habría presentado como un pastor y que habría acudido en ayuda de sus ovejas, se habría preocupado realmente por cada una de ellas y así se hubiera presentado a favor del pueblo, sobre todo, a favor de los más débiles, de las personas más oprimidas. Por eso, si Jesús es realmente el Mesías enviado por Dios, a esta gente, a los dirigentes judíos, se les ha acabado el poder y el dominio que ejercen sobre el pueblo.

Jesús, en su respuesta, no se aplica ningún título y no pretende ser reconocido como el Mesías de la tradición judía, un Mesías de poder, sino que Jesús se presenta como el enviado del Padre, con la única misión de liberar al pueblo, de hacer lo posible y comprometerse hasta el fondo para que la gente sea liberada de lo que la oprime, de lo que no permite que la vida de cada una de estas personas se pueda vivir de la manera digna.

Los que son de Jesús lo escuchan, es decir, le prestan adhe­sión, no de palabra o de principio, sino de conducta y de vida, me siguen, comprometiéndose con él y como él a entregarse sin reservas a liberar y promocionar al hombre. Jesús comunica a los que lo siguen una vida que supera la muerte y les da la seguridad “no se perderán/perecerán jamás”, y esa fuerza de vida, que es el Espíritu, los une a él de tal modo que nadie podrá separarlos de su persona.

Jesús habla de sí mismo cómo el pastor que viene no para dominar sino para dar la vida. Jesús se presenta e identifica como un pastor que está dispuesto a dar la vida por sus ovejas y por este motivo las ovejas que conocen su voz, como las ovejas en el rebaño hacia el pastor, se fían de Él.

Jesús está diciendo que discípulos son aquellos que escuchan su voz y dan adhesión a su persona, asimilan el mensaje que Él comunica. Estos son todas las personas que en la historia hacen suyo el mensaje de la buena noticia, estos reciben una vida tan grande, de tanta abundancia y calidad que les permitirá superar cualquier obstáculo y, sobre todo, podrán establecer y experimentar con Jesús una intimidad profunda que nada podrá separarlos. Nada podrá impedir que esta intimidad y comunión total entre las personas y Jesús mismo se pueda llevar adelante.

Desde el momento que uno escucha la voz del pastor y se compromete a poner en práctica su palabra, a trabajar por el bien de los demás, entonces, la persona vive en plena sintonía, en comunión con el mismo Dios, no habrá nada que pueda separarlo de Él. Esta comunión significa que la persona recibirá la misma condición divina, la misma vida de Dios se encarnará en su persona. Por esto, el ser humano podrá tener una calidad de vida única, con una confianza y una seguridad que nadie podrá impedirle llevar adelante su propósito de ser una persona auténtica. Jesús afirma, de manera radical, que nadie ni nada podrá arrancar “de su mano” lo que el Padre le ha dado: el Padre le ha dado el bien de la gente y Jesús se compromete como el pastor que da la vida por las ovejas para que este bien se pueda realizar en toda su plenitud.

Yo y el Padre somos uno.Estas palabras, tan llenas de esperanza y que inspiran muchísima confianza en los que las oyen, obtienen una respuesta muy negativa por parte de las autoridades religiosas, sobre todo cuando Jesús afirma que Él y el Padre son uno, que no hay ninguna diferencia, que viendo a Jesús y aceptándolo, uno está viendo a Dios y está aceptando a Dios por el mismo motivo que rechazar a Jesús y rechazar su obra y no dar adhesión a su palabra significa rechazar al mismo Dios, significa negarlo, no reconocerlo presente en la vida de cada uno y en la historia.
Nunca había formulado antes Jesús tan claramente esta afirmación-clave del evangelio: Yo y el Padre somos uno. La identificación entre Jesús y el Padre excluye toda instancia superior. La oposición a Jesús es oposición a Dios.

Estas palabras son muy fuertes, son palabras que en los oídos de los jefes del pueblo, de las autoridades religiosas, son inaceptables, y por ese motivo, cuenta el evangelista, las autoridades cogieron piedras para apedrear a Jesús, para matarlo (v.31).

No se explica cómo en un ambiente tan sagrado, como era el Templo de Jerusalén, se pueda desencadenar un odio homicida hacia una persona inocente. Así, el evangelista está denunciando a la misma institución religiosa judía que se ha adulterado completamente, que ha perdido su valor, ya no tiene función alguna en la vida del pueblo. Jesús enseñará que la única morada de Dios, el único lugar donde Dios puede habitar y resplandecer su gloria (=toda la presencia del Padre cuando la persona es capaz de poner su vida a servicio de los demás) es en la persona humana, en la persona de Jesús, en el modelo de humanidad que Él nos presenta. Esto significa que el Templo, con todas sus instituciones, ha pasado, se ha acabado, ya no tiene ninguna incidencia, ninguna importancia, ningún poder sobre la vida de la gente.
Por todo esto, los jefes religiosos no aceptan a Jesús, su mensaje es peligroso, libera a la gente de cualquier tipo de opresión o dominio que puedan sentir sobre su vida.

Concluyendo este comentario, se puede afirmar que seguir a Jesús significa hacer experiencia profunda del mismo Dios, sentir el resplandor de su vida y de su gloria en la misma carne, en la carne humana, en la persona, en cada individuo. No hay nada que pueda impedir ni obstaculizar esta comunión profunda entre Dios y los hombres.
Acoger a Jesús significa ser esa morada, casa, hogar, en la que resplandece todo el amor del Padre. Y a través de este amor comprometerse hasta el fondo por el bien de los demás y demostrar que somos también nosotros uno solo con el Padre y con Jesús.

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