domingo, 5 de mayo de 2019

SEMANA III. TIEMPO DE PASCUA


LUNES, 6 DE MAYO


Juan 6,22-29
22Al día siguiente, la gente que se había quedado al otro lado del mar notó que allí no había habido más que una barca y que Jesús no había embarcado con sus discípulos, sino que sus discípulos se habían marchado solos. 23Entretanto, unas barcas de Tiberíades llegaron cerca del sitio donde habían comido el pan después que el Señor había dado gracias.

24Cuando la gente vio que ni Jesús ni sus discípulos estaban allí, se embarcaron y fueron a Cafarnaún en busca de Jesús.
25Al encontrarlo en la otra orilla del lago, le preguntaron: Maestro, ¿cuándo has venido aquí? 26Jesús les contestó: En verdad, en verdad os digo: me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros. 27Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre; pues a este lo ha sellado el Padre, Dios. 28Ellos le preguntaron: Y ¿qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios? 29Respondió Jesús: La obra de Dios es esta: que creáis en el que él ha enviado.

COMENTARIO
La datación (Al día siguiente) muestra la conexión con el episodio anterior. Aquella noche, los discípulos habían intentado separarse de Jesús. La gente, en cambio, había permanecido en el mismo lugar; querían continuar en la situación que había puesto remedio a su indigencia. Desean encontrar de nuevo a Jesús.
Se dan cuenta, por una parte, de que allí no había habido más que una barca, la que habían cogido los discípulos, y, por otra, de que Jesús no se había embarcado con ellos.
Entretanto, se ofrece una solución: nuevas barcas llegan de Tiberíades cerca del lugar donde estaban, donde habían comido. La nueva mención de la acción de gracias de Jesús muestra su importancia: fue ella la que hizo posible que todos comieran. Como "acción de gracias" se dice en griego "eukharistía", el título el Señor indica que el evangelista está leyendo el episodio desde la praxis eucarística de la comunidad.
La multitud se convence de que Jesús no está allí y, aprovechando las barcas que han llegado, va en su busca.

Jesús está de nuevo entre la gente. Al encontrarlo, lo saludan con un título de respeto: Maestro (Rabbí). Es la primera vez que la multitud habla con Jesús y muestra deseo de aprender de él. No se explican cómo se encuentra en esta orilla del lago y le preguntan cuánto tiempo lleva allí.
Jesús no responde a la pregunta, sino al deseo de encontrarlo. Han sido los beneficiarios del amor de Dios expresado a través de Jesús y los suyos, pero lo que ellos recuerdan es la satisfacción del hambre; por eso buscan a Jesús. Repartirles el pan había sido una invitación a la generosidad. No era solamente darles algo (el pan), sino que expresaba con el servicio la entrega de la persona. Al retener sólo el aspecto material, la satisfacción de la propia necesidad, lo han vaciado de su contenido y no han respondido al amor.

Jesús les da un aviso, reprochándoles la estrechez de su horizonte: el alimento es factor de vida, pero ellos buscan sólo sustentar la vida física; por eso se afanan únicamente por el alimento perecedero, que no evita la muerte. Centrarse en obtener ese alimento equivale a renunciar a los valores más nobles de lo humano, a negar en sí mismo la dimensión del Espíritu y reducirse a ser "carne", cuya vida termina.

Pero el hombre no debe conformarse con una vida mediocre y efímera, debe aspirar a una vida plena y sin término, y ésta necesita su particular alimento. Ahora bien, es el Hijo del hombre, el que es modelo de Hombre, quien va a dar el alimento que no perece y que, por eso, producirá vida para siempre. En otras palabras, no basta esforzarse para subvenir a la necesidad material, hay que aspirar a la plenitud humana, y también esto requiere la colaboración y el esfuerzo del hombre (Trabajad).

El don del pan ha sido expresión del amor, y es éste el alimento permanente que desarrolla la vida del hombre; el que lo construye y lo realiza. Ellos ven el pan sin comprender el amor, y en Jesús ven al hombre, sin descubrir que es el portador del Espíritu y lleva así la marca indeleble del Padre (sellado por el Padre), es decir, de Dios como dador de vida que culmina la obra creadora. Él hace de Jesús el Hijo del hombre, el poseedor de la plenitud humana. Y es Jesús quien, de su plenitud, va a dar el alimento que no se acaba, el amor y la lealtad (1,16-17).

Ellos entienden que hay que trabajar, pero no saben cómo ni en qué. Acostumbrados por la Ley a que Dios dicte mandamientos, preguntan a Jesús cuáles son lo que ahora prescribe. No conocen el amor gratuito; creen que Dios pone precio a sus dones.
Jesús corrige el presupuesto de la pregunta. Dios no va a imponer nuevos preceptos u observancias. El trabajo que Dios requiere es único: dar la adhesión a Jesús como enviado suyo. Es una adhesión continua, que conlleva el deseo por acercarse al modelo de Hombre, Jesús, en su ser y en su actividad. Ese deseo de plenitud es el norte por el que el hombre tiene que orientarse. Trabajar para obtenerla es la tarea noble, la propiamente humana, más allá con mucho de la mera supervivencia.

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