La Pasión y la Resurrección constituyen una unidad desde el
principio, en los evangelios. El relato de la Pasión no fue
transmitido nunca sin el de la Pascua, y viceversa. El recuerdo de
Jesús une inseparablemente sufrimiento y gloria, fracaso y plenitud. En
la fe cristiana, se unen y se funden lo más doloroso y lo más gozoso. El
equilibrio de la vida es el equilibrio de estas dos realidades, pilares de
nuestra existencia.
El domingo de Pascua de Resurrección es el día más importante del año para los cristianos. Porque en este día recordamos el acontecimiento determinante de nuestra existencia. La Resurrección es la oferta de sentido más decisiva en nuestras vidas. Porque el Resucitado nos dice que la muerte, el fracaso, la destrucción, nada de eso, por más evidente y negativo que lo palpemos, tiene la última palabra de cuanto existe o pueda existir. Por encima de todo, está la fuerza de la vida,
la plenitud de la vida,
la esperanza de una existencia que sacia todos nuestros anhelos,
ilusiones y deseos de felicidad.
Como es lógico, nada de esto es evidente. Todo esto se sabe, se espera y se hace posible gracias a la fe. Porque creemos en el Señor de la vida, por eso creemos en que la muerte no es el final.
Todo lo contrario, la muerte es el comienzo. Porque el momento de la muerte es el momento de la
transformación de una forma de existencia, siempre limitada y cargada de
penalidades, a otra forma de existencia, que sacia todo posible deseo y toda
ilusión por más imaginaria que se nos antoje.
Supuesto lo dicho, podemos (y debemos) afirmar que el Domingo de Pascua de Resurrección es la fiesta central, fundamental y determinante de todo el año, para los cristianos. Porque es el día de la esperanza. El día que nos abre, de par en par, las puertas del futuro. Vemos con pesimismo este mundo, el giro que van tomando las cosas, el futuro que nos espera. Pues bien, lo más grande este día es que nos viene a decir: NUESTRO FUTURO ES LA PLENITUD DE LA FELICIDAD.
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