JUEVES
25 DE ENERO, CONVERSIÓN DE SAN PABLO
15Y
les dijo: Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. 16El
que crea y sea bautizado se salvará; el que no crea será condenado. 17A
los que crean, les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre,
hablarán lenguas nuevas, 18cogerán serpientes en sus manos y, si
beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos, y
quedarán sanos.
19Después
de hablarles, el Señor Jesús fue llevado al cielo y se sentó a la derecha de
Dios. 20Ellos se fueron a predicar por todas partes y el Señor
cooperaba confirmando la palabra con las señales que los acompañaban.
COMENTARIO
Jesús se despide de los discípulos definitivamente con un encargo:
Id por el mundo entero a proclamar El
evangelio por todas partes. De ahora en adelante no deberán limitarse al
pueblo judío, pues el mensaje de Jesús es universalista y mira a la humanidad
entera. Ya no hay un pueblo elegido, sino que es toda la humanidad la elegida y
destinada a experimentar la salvación de Dios. Además no habrá lugar donde no
se deba anunciar este mensaje de resurrección y vida de Jesús: hay que
proclamarlo a toda la creación.
Ningún rincón de la tierra, ningún país, ningún grupo de personas estará
excluido en principio del reino, pues Jesús ha venido para que no haya
excluidos del pueblo ni pueblos excluidos.
Seremos sus discípulos quienes anunciemos que hay que cambiar de
mente -convertirse- y sumergir en las aguas de la muerte nuestra vida de pecado
-bautizarse- para llegar a la orilla de una comunidad donde todos entienden a
Dios como Padre y se consideran hermanos unos de otros, o lo que es igual,
libres para amar, iguales sin perder la propia identidad, siempre abiertos y
dispuestos a acoger al otro, aunque no sea de los nuestros, y solidarios.
Para ello contamos con la ayuda de Jesús, cuyos signos de poder
nos acompañarán:
-
podremos arrojar los demonios de las falsas ideologías que no
conducen a la felicidad,
-
seremos capaces de comunicar el mensaje de amor a todos, hablando
lenguas nuevas,
-
el maligno no tendrá poder sobre nosotros -ni las serpientes ni el
veneno nos harán daño- y pasaremos por la vida remediando tanto dolor humano.
Este es el legado que nos dejó Jesús antes de irse con Dios, con
un Dios que, desde que Jesús se bautizó en el Jordán, no habita ya en lo alto
del cielo sino que anida en lo profundo del ser humano, convertido desde el
bautismo de Jesús en el nido y templo de un Dios, antes llamado altísimo, pero a quien Jesús nos enseñó
a llamar Padre con lo que evoca esta
palabra de entrega, amor y comunicación de vida.
Respecto a la Ascensión
La Ascensión es descrita como un movimiento ascendente. Desde la
perspectiva simbólica, arriba está lo bueno y lo pleno. La vida que Dios nos
da, y que los discípulos obedientes acogen, lleva a la plenitud de arriba.
Ascender es estar en la meta, que no es otra que llegar a la gloria, a la
plenitud junto al Padre, la Plenitud.
La resurrección de Jesús se
prolonga en el Nuevo Testamento con el relato de su ascensión a los cielos (Lc
24,51; Hch 1,6-11; Mc 16,19; Jn 20,17) y la donación del Espíritu (Jn 20,22;
16,6ss; Lc 24,49; Hch 2).
La ascensión al cielo expresa
la exaltación de Jesús a la derecha del Padre, pero significa también el inicio
de una nueva época en la que el grupo de los seguidores de Jesús, la Iglesia,
ha de continuar su obra completando el Reino anunciado por Jesús e inaugurado
en su resurrección, hasta su plenitud bajo la acción del Espíritu Santo que el
Señor exaltado envía a los suyos desde el seno del Padre. Pablo entiende al
Espíritu Santo como las arras que la comunidad cristiana posee durante su
peregrinar terreno, símbolo y promesa de la vinculación definitiva de la
humanidad con el Señor, que tendrá lugar en la resurrección del último día (2
Cor 1,22), cuando Cristo, cabeza de la Iglesia, reúna definitivamente a todos
los miembros de su cuerpo.
En la resurrección de Jesús, el
anuncio sobre la inminencia del Reino de Dios resulta, por una parte, cumplido
en Jesús mismo y, por otra, es primicia, aún deba realizarse en plenitud en la
humanidad. De ahí que el don del Espíritu pueda considerarse también como la
prenda de la realización definitiva y completa del Reino para todos los
hombres.
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