domingo, 21 de enero de 2018

SEMANA III

JUEVES



25 DE ENERO, CONVERSIÓN DE SAN PABLO

Marcos 16,15-20
15Y les dijo: Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. 16El que crea y sea bautizado se salvará; el que no crea será condenado. 17A los que crean, les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, 18cogerán serpientes en sus manos y, si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos.
19Después de hablarles, el Señor Jesús fue llevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios. 20Ellos se fueron a predicar por todas partes y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que los acompañaban.

COMENTARIO
Jesús se despide de los discípulos definitivamente con un encargo: Id por el mundo entero a proclamar El evangelio por todas partes. De ahora en adelante no deberán limitarse al pueblo judío, pues el mensaje de Jesús es universalista y mira a la humanidad entera. Ya no hay un pueblo elegido, sino que es toda la humanidad la elegida y destinada a experimentar la salvación de Dios. Además no habrá lugar donde no se deba anunciar este mensaje de resurrección y vida de Jesús: hay que proclamarlo a toda la creación. Ningún rincón de la tierra, ningún país, ningún grupo de personas estará excluido en principio del reino, pues Jesús ha venido para que no haya excluidos del pueblo ni pueblos excluidos.

Seremos sus discípulos quienes anunciemos que hay que cambiar de mente -convertirse- y sumergir en las aguas de la muerte nuestra vida de pecado -bautizarse- para llegar a la orilla de una comunidad donde todos entienden a Dios como Padre y se consideran hermanos unos de otros, o lo que es igual, libres para amar, iguales sin perder la propia identidad, siempre abiertos y dispuestos a acoger al otro, aunque no sea de los nuestros, y solidarios.

Para ello contamos con la ayuda de Jesús, cuyos signos de poder nos acompañarán:
-          podremos arrojar los demonios de las falsas ideologías que no conducen a la felicidad,
-          seremos capaces de comunicar el mensaje de amor a todos, hablando lenguas nuevas,
-          el maligno no tendrá poder sobre nosotros -ni las serpientes ni el veneno nos harán daño- y pasaremos por la vida remediando tanto dolor humano.

Este es el legado que nos dejó Jesús antes de irse con Dios, con un Dios que, desde que Jesús se bautizó en el Jordán, no habita ya en lo alto del cielo sino que anida en lo profundo del ser humano, convertido desde el bautismo de Jesús en el nido y templo de un Dios, antes llamado altísimo, pero a quien Jesús nos enseñó a llamar Padre con lo que evoca esta palabra de entrega, amor y comunicación de vida.

Respecto a la Ascensión
La Ascensión es descrita como un movimiento ascendente. Desde la perspectiva simbólica, arriba está lo bueno y lo pleno. La vida que Dios nos da, y que los discípulos obedientes acogen, lleva a la plenitud de arriba. Ascender es estar en la meta, que no es otra que llegar a la gloria, a la plenitud junto al Padre, la Plenitud.

La resurrección de Jesús se prolonga en el Nuevo Testamento con el relato de su ascensión a los cielos (Lc 24,51; Hch 1,6-11; Mc 16,19; Jn 20,17) y la donación del Espíritu (Jn 20,22; 16,6ss; Lc 24,49; Hch 2).
La ascensión al cielo expresa la exaltación de Jesús a la derecha del Padre, pero significa también el inicio de una nueva época en la que el grupo de los seguidores de Jesús, la Iglesia, ha de continuar su obra completando el Reino anunciado por Jesús e inaugurado en su resurrección, hasta su plenitud bajo la acción del Espíritu Santo que el Señor exaltado envía a los suyos desde el seno del Padre. Pablo entiende al Espíritu Santo como las arras que la comunidad cristiana posee durante su peregrinar terreno, símbolo y promesa de la vinculación definitiva de la humanidad con el Señor, que tendrá lugar en la resurrección del último día (2 Cor 1,22), cuando Cristo, cabeza de la Iglesia, reúna definitivamente a todos los miembros de su cuerpo.
En la resurrección de Jesús, el anuncio sobre la inminencia del Reino de Dios resulta, por una parte, cumplido en Jesús mismo y, por otra, es primicia, aún deba realizarse en plenitud en la humanidad. De ahí que el don del Espíritu pueda considerarse también como la prenda de la realización definitiva y completa del Reino para todos los hombres.


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