martes, 17 de marzo de 2020


ARTÍCULO 5.
PADECIÓ BAJO EL PODER DE PONCIO PILATO, FUE CRUCIFICADO, MUERTO Y SEPULTADO; DESCENDIÓ A LOS INFIERNOS.

Como se ve, en el Credo, del nacimiento de Jesús se pasa directamente a su pasión, muerte y resurrección. No se dice nada de algo tanto importante como es el Reino de Dios anunciado por Jesús, las Bienaventuranzas, su forma y estilo de vida, sus preferencias, de la Eucaristía, llamar a Dios "Abba".
Esto nos da pie a pensar que cuando se compuso este "Símbolo", se estaba mediatizado por las controversias o primeros errores y herejías en las comunidades cristianas. Había que ir a lo esencial. 

Este artículo del Credo nos quiere mostrar a qué conduce el Reino de Dios cuando la humanidad se cierra al plan de Dios centrado en la entrega y en el servicio, en la plenitud del ser humano.
Los hechos que se describen en esta afirmación –excepto "descendió a los infiernos"-, son la consecuencia de la decisión humana de dejarse guiar por los contravalores del Reino: el poder, la manipulación, lo espectacular, el dinero, la influencia, la opresión, la marginación. 

COMENTARIO.
Padeció bajo el poder de Poncio Pilatos, fue crucificado, muerto y sepultado.  Los sufrimientos de Jesús por causa del Reino, (que recuerdan los padecimientos y torturas de tantas personas en  tantos lugares), culminan en la crucifixión, muerte dolorosa y humillante para malhechores. En medio de dos malhechores muere Jesús. El mundo se estremece y el centurión proclama que éste hombre es Hijo de Dios (Mc 15, 38-39).
Tanto la pasión como la crucifixión y sepultura de Jesús son hechos históricos, que sucedieron "bajo el poder de Poncio Pilato". Esto pertenece a la historia de Jesús, de la humanidad, como cada uno de nosotros formamos parte de esta historia.

Los evangelios nos muestran el permanente conflicto entre Jesús y los dirigents judíos lo cual pone de manifiesto.
Los evangelistas pretenden mostrar a sus lectores las causas que llevaron a la muerte de Jesús. Su condena fue la consecuencia del mensaje predicado por él y de su actividad liberadora, expresión de sus propias opciones. El enfrentamiento fue radical. Jesús nunca usó la violencia física, pero con su mensaje y actividad destruía los cimientos de la sociedad judía: los ideales nacionalistas, la doctrina oficial, la idea tradicional de Dios, el concepto de pecado, la marginación social, las instituciones religiosas (Ley, templo, sacrificios, el sábado, la autoridad de los libros sagrados), la sacralidad del poder y, en general, el modo de entender la relación del hombre con Dios y con los demás hombres.

Por otra parte, todos los evangelios se escribieron para testimoniar que Jesús de Nazaret había sido acusado injustamente por aquellas autoridades que se pusieron de acuerdo con los romanos, los cuales ejecutaron a Jesús en una Cruz. Así murió Jesús. Después lo enterraron como a cualquier otro ser humano.
Esto que a nosotros ya nos puede parecer normal, estamos acostumbrados a oírlo, sin embargo, para los primeros cristianos esta forma de morir fue un auténtico escándalo. Tuvieron que pasar años para poder admitir y predicar que aquellos que se llamaban cristianos seguían a uno que habían crucificado. Era un autentica vergüenza. Poco creíble.

Volvamos al evangelio. Cogemos el evangelio de Juan (18-19) que nos cuenta:

12La cohorte, el tribuno y los guardias de los judíos prendieron a Jesús, lo ataron 13y lo llevaron primero a Anás, porque era suegro de Caifás, sumo sacerdote aquel año; 14Caifás era el que había dado a los judíos este consejo: Conviene que muera un solo hombre por el pueblo.

28Llevaron a Jesús de casa de Caifás al pretorio. Era el amanecer, y ellos no entraron en el pretorio para no incurrir en impureza y poder así comer la Pascua.
29Salió Pilato afuera, adonde estaban ellos, y dijo: ¿Qué acusación presentáis contra este hombre? 30Le contestaron: Si este no fuera un malhechor, no te lo entregaríamos.
31Pilato les dijo: Lleváoslo vosotros y juzgadlo según vuestra ley. Los judíos le dijeron: No estamos autorizados para dar muerte a nadie. 32Y así se cumplió lo que había dicho Jesús, indicando de qué muerte iba a morir.

Tomaron a Jesús, 17y, cargando él mismo con la cruz, salió al sitio llamado de la Calavera (que en hebreo se dice Gólgota), 18donde lo crucificaron; y con él a otros dos, uno a cada lado, y en medio, Jesús.
19Y Pilato escribió un letrero y lo puso encima de la cruz; en él estaba escrito: Jesús, el Nazareno, el rey de los judíos. 20Leyeron el letrero muchos judíos, porque estaba cerca el lugar donde crucificaron a Jesús, y estaba escrito en hebreo, latín y griego.
21Entonces los sumos sacerdotes de los judíos dijeron a Pilato: No escribas El rey de los judíos, sino: Este ha dicho: Soy el rey de los judíos.
22Pilato les contestó: Lo escrito, escrito está.

29Había allí un jarro lleno de vinagre. Y, sujetando una esponja empapada en vinagre a una caña de hisopo, se la acercaron a la boca. 30Jesús, cuando tomó el vinagre, dijo: Está cumplido. E, inclinando la cabeza, entregó el espíritu.
31Los judíos entonces, como era el día de la Preparación, para que no se quedaran los cuerpos en la cruz el sábado, porque aquel sábado era un día grande, pidieron a Pilato que les quebraran las piernas y que los quitaran. 32Fueron los soldados, le quebraron las piernas al primero y luego al otro que habían crucificado con él; 33pero al llegar a Jesús, viendo que ya había muerto, no le quebraron las piernas, 34sino que uno de los soldados, con la lanza, le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua.

38Después de esto, José de Arimatea, que era discípulo de Jesús aunque oculto por miedo a los judíos, pidió a Pilato que le dejara llevarse el cuerpo de Jesús. Y Pilato lo autorizó. Él fue entonces y se llevó el cuerpo. 39Llegó también Nicodemo, el que había ido a verlo de noche, y trajo unas cien libras de una mixtura de mirra y áloe. 40Tomaron el cuerpo de Jesús y lo envolvieron en los lienzos con los aromas, según se acostumbra a enterrar entre los judíos.
41Había un huerto en el sitio donde lo crucificaron, y en el huerto, un sepulcro nuevo donde nadie había sido enterrado todavía. 42Y como para los judíos era el día de la Preparación, y el sepulcro estaba cerca, pusieron allí a Jesús.

Todo esto lo escriben los evangelistas para contar unos hechos, pero también para proclamar el mensaje de que la fe en Jesús pasa por la crucifixión. Y además:
-        Todos los evangelistas nos cuentan estos hechos, pero cada uno a su manera, dependiendo de los destinatarios a los que escriben.  
-        Cada evangelista pone unos personajes, pero coinciden en Caifás, las negaciones de Pedro, la negación de Judas, el juicio de Pilatos, la muerte en la cruz, diversos personajes ante la cruz, la muerte de Jesús, su sepultura. ¿Y todo esto para aportarnos unos datos o hay algo más? Hay algo más. Está escrito, como el resto del evangelio para que el que se acerque en el evangelio pueda descubrir la propia historia. Por ejemplo, hoy sigue habiendo crucificados… ¿con quién me identifico con Pedro, con Judas, con Pilatos, con Jesús…?
-        Un detalle: Los evangelistas no se recrean en la muerte de Jesús. Lo dicen en muy pocas palabras: entregó el espíritu, expiró. No se regodean en el sufrimiento, en la sangre. Es más importante destacar que todo eso tiene un mensaje, un significado que es preciso descubrir en cada persona, en cada comunidad y en todo momento de la historia.

Interpretaciones de la muerte de Jesús
Jesús muere bajo el poder de poncio Pilatos, en una cruz. Después vendrán las interpretaciones desde la fe.
El Nuevo Testamento interpreta teológicamente la muerte de Jesús:
-        como cumplimiento de la Escritura (Mt 26,54.56; Me 14,49; Hch 8, 32-35; 1 Cor 15,3s, etc.)
-        Como acción del Padre, que entrega a su Hijo (Hch 2,23; Rom 8,32).
-        Otras veces, la muerte de Jesús se interpreta como «rescate» (Me 10,45 par.; Rom 3,24; 1 Tim 2,6). La muerte como «rescate» incluye la idea de liberación de la esclavitud y significa lo costoso que fue para Jesús abrir el camino para la liberación de la humanidad.
-        Como «sacrificio», «ofrenda» (Ef 5,2; Heb 9,26, etc.). La muerte como «sacrificio» indica que Jesús no escatima su entrega, sino que llega a derramar voluntariamente su propia sangre para dar vida a los hombres[1].

Pero, y esto ha de quedar muy claro: en ninguno de esos casos se trata de presentar esa muerte como el precio exigido por Dios para reconciliarse con la humanidad; si así fuera, la muerte de Jesús no sólo no sería la expresión suprema del amor de Dios a los hombres, sino que manifestaría la tremenda crueldad de un Dios que exige la muerte infamante de su Hijo para reparar su honor ofendido.

¡Cuidado con las imágenes que utilizamos de Dios cuando hablamos del sufrimiento, de la muerte!
Los evangelios nos presentan a Jesús como el hombre que acepta el sufrimiento, el dolor, la muerte, pero no es un masoquista, como si Dios se complaciera en el dolor. Es un hombre que muere por amor, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amo hasta el extremo. Y también, es el hombre de esperanza, pues saben que después de la cruz viene la resurrección.

Descendió a los infiernos: Para entender esta afirmación del Credo hay que recordar que para Israel los muertos descendían a un lugar sombrío y silencioso, que llamaban "Hades" o "Sheol", que imaginaban en el corazón de la tierra, lugar no de tormentos pero sí alejado de Dios y de su templo, y, de alguna manera ámbito del maligno. Era el reino de los muertos. Un lugar donde se encontraban con sus padres y antepasados. Era un lugar de espera, hasta que el Mesías abriera definitivamente las puertas del Reino de la vida.

Al decir que Jesús desciende a los infiernos lo que se quiere afirmar es que Jesús por su muerte entra en este reino de los muertos, se hace solidario con la humanidad hasta lo más bajo, desciende hasta el abismo de la soledad y el abandono. Es la consecuencia del bautismo total de Jesús.

Los textos bíblicos hablan de este descenso de Jesús a los infiernos (Ef 4, 9; 1 Pe 3, 19-21; Hch 2, 24), aunque siempre en perspectiva de resurrección, de su futura ascensión. El que bajó hasta lo más profundo será exaltado hasta lo más alto del cielo (Y así actuando como un hombre cualquiera, se rebajo y se sometió incluso a la muerte y una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo… .Flp 2, 6-11).

PROPUESTAS PARA LA REFLEXIÓN
-        Jesús muere como todo hombre, que es mortal por definición. Jesús al hacerse hombre, asume la mortalidad de la naturaleza humana.

-        La muerte de Jesús no es equiparable a las de otros mártires de la humanidad ni, como ellas, sirve únicamente de ejemplo para el resto de los hombres. Tiene un valor singular, que teológicamente se formula en categorías de «salvación». Jesús es «salvador», en cuanto produce en ellos un cambio que les abre una nueva posibilidad de vida; ambos aspectos se verifican al máximo en su muerte.

-        En la muerte, Jesús demuestra su amor sin límites tanto en la intensidad, "hasta dar la vida", como en la extensión, por todos los hombres, incluidos sus enemigos; así da remate en sí mismo a la plenitud de la condición humana, realizando el proyecto de Dios sobre el hombre (Jn 19,30).

-        Jesús muere angustiosamente, porque nuestra vida y nuestra muerte está marcada por el pecado (Rm 5, 12) y Jesús al hacerse hombre carga con una historia de pecado y él, que no tenía pecado, se hace pecado por nosotros (2 Cor 5, 21).

-        Jesús muere ajusticiado, ejecutado por los responsables religiosos y políticos de su pueblo, que le consideran peligroso y subversivo. La muerte de Jesús es la expresión más grave del pecado del mundo, que no quiere acoger al Dios de la vida y le mata (Hch 3, 15). Pecado es  lo que mató al Hijo de Dios y lo que sigue matando a los hijos de Dios. (Por eso decimos “murió por nuestros pecados”: a causa de nuestros pecados y para el perdón de nuestros pecados).

-        Jesús muere por amor a los hombres, entregando su propia vida en sacrificio para la liberación del pecado y para darnos su vida. Es la expresión máxima del amor misericordioso de Dios que nos perdona y salva por la cruz, reconciliando el mundo consigo (2 Cor 5, 19).

-        Jesús no muere desesperado, sino confiando en el Padre, perdonando y anunciando su victoria definitiva (Lc 23, 32-46). Es para todos nosotros referencia de cómo enfrentar el sufrimiento: luchando, resistiendo, aceptando, confiando siempre en el Padre. El sufrimiento tiene un sentido, no es algo deseado, pero cuando aparece en la vida por vivir en los valores del evangelio, podemos descubrir que no es un absurdo sino que esta "embarazado" de sentido, de vida, de Resurrección.

-        Jesús personifica el misterioso personaje llamado "Siervo de Yavé" (Is 42; 49; 50; 53), que sufriendo con paciencia los padecimientos injustos que caen sobre él, se convierte en salvador y semilla de una nueva vida. También el pueblo es, como el siervo de Yavé, un varón de dolores, sin belleza ni hermosura, pero que redime el pecado del mundo con su sufrimiento. Lo que redime es el amor, el amor a pesar del sufrimiento. El sufrimiento forma parte de la vida, forma parte del amor. No hay amor sin sufrimiento.

-        Es una invitación a seguir el camino de Jesús, a descender con él también hoy a los infiernos de nuestro mundo, para llevar la buena nueva de la luz y de la vida, para liberar de toda clase de muerte. Porque Jesús no desciende a los infiernos para permanecer allá, sino para resucitar y subir a los cielos.

-        Hay quienes consideran que el sufrimiento de esta vida es castigo de Dios por alguna acción mala, o por dejar de haber cumplido alguna obligación. Si hablamos así de Dios blasfemamos. Los males de este mundo o son producto de la limitación de la naturaleza (inundaciones, terremotos) y de la fragilidad humana (enfermedades) o, sobre todo, consecuencia de la injusticia humana: hambre, pobreza, incultura, bajos salarios, desnutrición, guerras, dictaduras, falta de libertad. Los mismos males físicos de la naturaleza se podrían evitar en gran parte si la humanidad buscase más el bien universal que el bienestar individual o de unos pocos, si en lugar de gastar en armas, invirtiese en salud y desarrollo.

-        Todo hombre que, por amor a la humanidad, dé su adhesión a este Jesús que ha dado su vida por ella, entra en comunión con él y recibe su mismo Espíritu, es decir, la capacidad de llegar a una entrega y una realización como la suya (Jn 1,12; 13,34; 15,12). En esta comunión de vida y amor con Jesús encuentra el hombre la salvación. En la muerte de Jesús los evangelistas ven abierto para todos los hombres el camino de la plenitud humana (la salvación, la vida); de ahí que hagan coincidir con su muerte el don del Espíritu: entrego su Espíritu… (santo). Termina el tiempo de Jesús, comienza el tiempo de su Espíritu (Jn 19,30).

PARA ORAR
-  Lee despacio alguno de los evangelios donde se narre la pasión, muerte y sepultura de Jesús.

- Para la oración, ora con estas palabras surgidas de la experiencia de San Agustín[2]:
“Tarde te amé,
hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé!
Tú estabas dentro de mí; yo, fuera.
Por fuera te buscaba
y me lanzaba sobre el bien y la belleza creados por ti.
Tú estabas conmigo y yo no estaba contigo ni conmigo.
Me retenían lejos las cosas.
No te veía ni te sentía, ni te echaba de menos.
Mostraste tu resplandor
y pusiste en fuga mi ceguera.
Exhalaste tu perfume, y respiré, y suspiro por ti.
Gusté de ti, y siento hambre y sed.
Me tocaste, y me abraso en tu paz”.  

-        También  puedes orar con este bello poema de Gabriela Mistral, titulado “Oración al Cristo del Calvario”:
“En esta tarde, Cristo del Calvario,
vine a rogarte por mi carne enferma;
pero, al verte, mis ojos van y vienen
de tu cuerpo a mi cuerpo con vergüenza.

¿Cómo quejarme de mis pies cansados,
cuando veo los tuyos destrozados?
¿Cómo mostrarte mis manos vacías,
cuando las tuyas están llenas de heridas?

¿Cómo explicarte a Ti mi soledad,
cuando en la cruz alzado y solo estás?
¿Cómo explicarte que no tengo amor,
cuando tienes rasgado el corazón?

Ahora ya no me acuerdo de nada,
huyeron de mí todas mis dolencias.
El ímpetu del ruego que traía
se me ahoga en la boca pedigüeña.

Y sólo pido no pedirte nada,
estar aquí, junto a tu imagen muerta,
ir aprendiendo que el dolor es sólo
la llave santa de tu santa puerta.
Amén”.

ANEXO I. “PADRE NUESTRO QUE ESTÁS EN LOS INFIERNOS”
A continuación transcribo algunas ideas que me parecen muy oportunas de un autor italiano que se llama Paolo Squizzatto. Están sacadas de un libro titulado como figura este anexo. Es un librito que plantea como tema fundamental el necesario cambio de la imagen que tenemos de Dios. Y que la mayoría de las veces no tienen nada que ver con el Dios que nos presenta Jesús en su evangelio.


Jesús vino a mostrarnos quien es el verdadero Dios: un Dios desarmado, que se ha mostrado así precisamente para que la persona pudiera dejarse abrazar, sin temer ser castigada por el mal cometido.
Adán, ¿Dónde estás? Que cada uno ponga su nombre en lugar de Adán. “Estoy aquí, ¡abrázame!” en este grito está nuestra salvación. ¡Esto es la vida!
Cuando Jesús dice a la adúltera Vete y no peque mas (Juan 8,11), quiere decir que no desespere más del amor, para que cuando caiga de nuevo, cuando peque, cuando descienda al infierno, sepa que Él está ya allí para atenderla, para abrazarla y hacerla sentir su hija.
Por eso nosotros creemos que el único lugar donde podemos encontrar a Dios es nuestro pecado, nuestro infierno, nuestro sepulcro.
El pecado se convierte así en lugar teológico, donde vivimos la epifanía/manifestación  de Dios. Si no nos sentimos nunca en el infierno, sino tenemos la conciencia de haber entrado en él y vivir allí, nunca experimentaremos a Dios, nuca podremos conocer a Dios.

Cuando nos miramos por dentro y encontramos allí solo suciedad, maldad, ingratitud, incapacidad, ¡Dios nos está mirando de manera predilecta como hijos amados, aceptados incondicionalmente! La principal vía de acceso a la gracia es esencialmente el pecado. El mismo amor de Dios no cura nada a quien no tiene heridas.

El pecado no es una transgresión a un conjunto de normas, no es la violación de un código santo. Si Dios esta “”disgustado” por mi pecado es porque ve a su criatura herida, embarrada, embrutecida. Dios está mal porque ve a su criatura herida por el mal. El pecado es el mal que me hago a mí mismo, porque el mal me hace mal.

Para los fariseos la ley es sagrada; para Jesús lo que es sagrado es la persona. Para ellos el pecado es la transgresión de una ley, para Jesús es una herida infligida al ser humano.
La dinámica de la fe antes de la llegada de Jesús es: Dios se revela al hombre, el hombre responde a Dios; Dios ama al hombre, el hombre ama a Dios.
Con Jesús las cosas cambian radicalmente: Dios se revela a la persona y la persona responde a su Dios haciéndose responsable de su hermano. Jesús ha revelado que Dios es Padre, por tanto nosotros somos hijos; pero para vivir como hijos tenemos que hacernos hermanos.

Para los fariseos Dios está tan elevado que para subir al cielo y unirse a él, hay que empeñarse con todas sus fuerzas. Con Jesús, Dios ha descendido para buscar a la persona. Ha cesado la búsqueda de Dios por parte del ser humano y ha comenzado la búsqueda a la persona por parte de Dios. Cada persona debe dejarse encontrar por él.

Con la Encarnación, Dios se trasladado. Su lugar ya no es el cielo. Podríamos rezar así: “Padre nuestro que estás en los infiernos”, es decir, dentro de todo infierno que llevamos en el corazón, dentro de cada situación de muerte en que nos encontramos.
Para los fariseos todo lo que es humano aleja de Dios. Para Jesús lo humano es el lugar donde experimentar a Dios. Con la Encarnación Dios se ha trasladado del cielo al cuerpo humano. Ahora para encontrar a Dios no es necesario entrar en el templo sino inclinarse ante el otro y curar sus heridas.

Amar a Dios por medio de los propios pecados es el arrepentimiento. Solo cuando comencemos  a comprender que podemos amar a Dios partiendo de lo que somos, de nuestro abismo interior, empezaremos a experimentar la salvación. Si pensamos que podemos amar a Dios solo cuando hayamos conseguido mejorarnos, al final no lo amaremos nunca.




[1] Mateos, J., o.c., p.137
[2] San Agustín, Las confesiones, Libro X, capítulo 27.

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