VIERNES
29 DE DICIEMBRE
1. TEXTO
Lucas 2,22-35
22 Cuando
llegó el tiempo de la purificación de María, según la ley de Moisés, llevaron a
Jesús a Jerusalén, para presentarlo al Señor 23 (de acuerdo con lo
escrito en la ley del Señor: “Todo primogénito varón será consagrado al Señor”)
24 y para entregar la oblación (como dice la ley del Señor. “Un par
de tórtolas o dos pichones”).
25 Vivía
entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre honrado y piadoso, que
aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él.
26 Había
recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al
Mesías del Señor 27 Impulsado por el Espíritu Santo, fue al templo.
Cuando entraban con el niño Jesús sus padres (para
cumplir con él lo previsto por la ley) ,28 Simeón lo tomó en brazos
y bendijo a Dios diciendo:
29“Ahora,
Señor, según tu promesa,
puedes dejar a tu siervo irse en paz;
30 porque
mis ojos han visto a tu Salvador,
31 a
quien has presentado ante todos los pueblos:
32 luz
para alumbrar a las naciones,
y gloria de tu pueblo, Israel”.
33 José y
María, la madre de Jesús, estaban admirados por lo que se decía del niño.
34 Simeón
los bendijo diciendo a María, su madre: -Mira: Este está puesto para que muchos
en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida; así quedará
clara la actitud de muchos corazones. 35 Y a ti, una espada te traspasará
el alma.
2.
COMENTARIO
Mediante la primera pareja, Zacarías/Isabel,
Lucas ha querido describir la situación religiosa de Israel, vista desde la
perspectiva de los responsables de mantener la alianza que Dios había hecho con
Abrahán y que había renovado por medio de los profetas (Judea/ sacerdote/ santuario).
A pesar de la completa y humanamente insalvable esterilidad de la religión
judía, Dios, fiel a sus compromisos, ha intervenido en la historia de su pueblo
para que diera un fruto, el fruto más preciado que podía dar la religiosidad
judía: Juan, asceta y profeta.
Lucas se ha servido de una segunda pareja
todavía no plenamente constituida, María y José, para enmarcar el nacimiento
del Hijo de Dios en la historia de la humanidad. A pesar de que María estaba solo
desposada con José y de que todavía no convivían juntos, fruto de la íntima
colaboración entre Dios y una muchacha del pueblo, en representación esta del
Israel fiel, pronto para el servicio solícito hacia los demás, pero sin gran
arraigo religioso (Nazaret/Galilea), ha tenido un hijo: Jesús, el Mesías de
Israel y Señor de toda la humanidad.
Ahora Lucas quiere completar la descripción
con una tercera pareja, Simeón y Ana, cuyo único lazo de unión es el hecho de
confluir en el templo en el preciso instante en que van a presentar a Jesús;
ambos son profundamente religiosos. A través de estos dos personajes,
presentados como profetas, Lucas reúne en el momento de la presentación de
Jesús en el templo las dos líneas que había trazado en los cánticos de Zacarías
y de María.
A los 40 días si era un niño y a los 80 si
era una niña, la madre debía presentarse en el templo para purificarse, tenía
que ofrecer un cordero o, si no llegaba por ser pobre, dos tórtolas o dos
pichones Lev 12, 1ss. La presencia del niño no era necesaria en la purificación
de la madre. Para el rescate (resulta curioso que el que viene a rescatar es
rescatado) del primogénito no había que llevarle al templo. Y de hecho nadie lo
llevaba, bastaba con pagar 5 siclos de plata, moneda del santuario. Pero Lucas
no dice nada de que María y José pagaran con monedas. ¿No será que el rescatado
no necesita rescate?
José y María se dirigen al templo de Jerusalén para hacer la ofrenda al
Señor. Es la idea de la religión: las personas tienen que ofrecer para ser
gratas a Dios, es la idea que Jesús destruirá. En el evangelio de Juan, Jesús
entra en el templo y expulsa a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas. Pero
después dirige su ira solamente hacia los vendedores de palomas. Solo a ellos
les dice que no conviertan la casa de su padre en un lugar de comercio, en un
mercado. Jesús les increpa airadamente porque las palomas eran la ofrenda que
los más pobres podían ofrecer al Señor, para obtener su beneplácito. De este
modo, quedaba prostituido el amor de Dios: el amor de Dios se obtenía pagando,
y Jesús esto no lo podía tolerar. No puede admitir que se venda el amor de
Dios.
María y
José tendrán que recorrer aun un largo camino para acoger plenamente la novedad
de Jesús, porque son hijos de su tiempo, herederos de sus tradiciones
religiosas. Sin embargo, mientras que la ley los empuja hacia el templo, otra
fuerza los impulsa en la dirección opuesta: es el Espíritu Santo. El Espíritu y
la ley no se pueden soportar, uno exige la eliminación del otro.
Pues bien, he aquí que en medio del rito, en
medio del templo, de la triple mención a la Ley v.22.23.24 aparece la triple
mención del Espíritu Santo v.25.26.27 en torno a un nuevo personaje, Simeón,
cuyo nombre quiere decir “Dios escucha siempre”, y esto no es casualidad.
Este personaje, igual que su correspondiente
femenino, Ana, son laicos y representan al pueblo que está en el atrio (en la
entrada, no dentro del templo, el lugar de los sacerdotes), tienen esperanza y
tienen Espíritu Santo.
Simeón, “Dios escucha
siempre”, es un laico que haciendo honor a su nombre mantiene viva la esperanza
y éticamente es justo con los hombres y piadoso con Dios. Quien es así, tiene
el Espíritu de Dios, lo mueve el Espíritu y va al templo movido por él, con la
esperanza viva y con su ética horizontal (justicia hacia los demás) y vertical
(piedad hacia Dios) en perfecto ejercicio. Y todo aquel que acude con estos
presupuestos al templo, descubre al niño, el nuevo Dios, como los pastores
(representantes del pueblo que no tenía acceso al templo), lo descubren en
casa. Simeón y los pastores son parejos y representan, respectivamente, al
pueblo excluido y al pueblo no-excluido.
Es inevitable que entre el profeta Simeón,
movido por el Espíritu Santo, y los padres observantes de ritos inútiles, se
produzca un “choque”, expresado en gestos y palabras. Simeón les quita el niño
de sus brazos y pronuncia unas palabras que les dejan pasmados, causan estupor
porque este niño no ha venido solo para Israel, sino que será la Luz de todas las naciones.
29-32
"Ahora, Señor, según tu promesa,
puedes dejar a tu siervo irse en paz;
30 porque
mis ojos han visto a tu Salvador,
31 a
quien has presentado ante todos los pueblos:
32 luz
para alumbrar a las naciones,
y gloria de tu pueblo, Israel”.
El himno contenido en los vv.29-32 nos
recuerda que el que vive en las actitudes de Simeón (esperanza inquebrantable
en que Dios escucha, justicia para con los demás y piedad para con Dios) en el
punto y seguido de su vida (la muerte) le espera un encuentro con su Señor. Un
encuentro que supone que no es tanto que estoy en las manos de Dios, pues
siempre estamos, cuanto “la experiencia de que él está en las nuestras”, en
nuestras manos, es decir, descubrir que él está a nuestro alcance.
La
salvación no es tanto que Dios me abraza cuanto que yo lo abrazo y ya no lo
suelto.
Pues de Simeón, el texto no dice que se lo devolvió a los brazos de María y de
José, cosa que se hará históricamente, ya que como este es un texto catequético
se silencia. Por esto, para un auténtico creyente, la muerte es dulce y
amorosa, porque es llegar a la paz total a través de caer en la cuenta que
tienes la salvación contigo, en tus brazos. El momento de la paz total y plena solo
la viviremos en el punto y seguido de nuestra existencia terrena. La Iglesia
nos pone este himno en la liturgia de Completas (oración de la noche), previa
al sueño, que es una imagen de la muerte, como el sueño es dulce y la cama
amorosa, la muerte también.
¿A quién se llama Simeón? A quien está
firmemente anclado en que “Dios escucha siempre”, y Dios no le defrauda. A
quien es como Simeón, descubrirá y tendrá en su vida muchos momentos. Ahora con los que comienza el himno,
será intemporal. Ahora Simeón no
puede hacer otra cosa que cantar al entrar en contacto con el niño, porque
llegado el momento de su muerte, descubre que esta no existe porque en ese
momento descubre al que es la Vida entre sus brazos y, por eso, le inunda la
paz en ese momento que es cuando ve y palpa la luz, la salvación, por tanto al
Salvador.
Todo esto se conseguirá al final de la
catequesis del evangelio, con la entrega total (pasión, muerte y resurrección)
pero ya está presente desde el principio, porque en Dios no hay tiempo. Lucas,
que es exponente de la maduración que experimentó el primitivo pensamiento
cristiano, es el que ha llegado a comprender que los efectos del acontecimiento
de Cristo no son fruto del desenlace final (la cruz), sino que ya están
presentes en los mismos comienzos de su existencia terrena. En definitiva,
menos cruz y más gozo, o, al menos, tanto gozo como cruz.
A María y José todo esto les viene del revés
de lo que les habían enseñado de pequeños en las catequesis en sus sinagogas.
Les habían dicho que la luz del Señor brillaría sobre Jerusalén y que las
naciones tendrían que ir a su luz, hacerse judíos, someterse al judaísmo. Y
ahora Simeón dice que las naciones, no solo no van a ser arrasadas sino
iluminadas, y que, al contrario, es en Israel donde esto va a ser piedra de
tropiezo y ruina para algunos está puesto
en Israel para que unos caigan y otros se levanten 2,34.
José y María no entienden, pero no hay tiempo
ni siquiera para no-entender. La fe no consiste en confiar a pesar de no
comprender, sino en acoger, aceptar incondicionalmente, es decir, no entiendo
pero no rechazo, confío y espero que al final del proceso (como Simeón que está
al final de su vida) vea y comprenderé. Como tantas veces nos sucede con las
personas, con nosotros mismos, también ocurre en el camino de la fe.
El himno de Simeón es interrumpido por el asombro/admiración de María y José,
seguido de una profecía concretada en María que es un añadido al himno
propiamente dicho.
Esta profecía hace referencia a una espada,
veamos una traducción alternativa a la anterior: “Y a ti, tus anhelos
personales, te los truncará una espada”. Siempre se ha interpretado esa espada
como una figuración de la Madre dolorosa traspasada por el dolor de ver a su
hijo crucificado y traspasado por la lanza…Pero no es ese el sentido de la
espada en Lucas.
Para empezar, la presencia de María junto a
la cruz no aparece en Lucas, es exclusiva de Juan, así como lo de la lanzada,
también es exclusiva de Juan. Por el uso y contexto que se hace del término espada en el NT, se puede decir que la
espada a la que aquí hace referencia el anciano Simeón es figura e imagen de la
palabra de Dios y de lo incisiva que es esta palabra. En la carta a los Hebreos
4,12 se dice que la palabra de Dios es
viva y eficaz, espada de dos filos que penetra hasta la unión del alma y espíritu,
de órganos y médula que juzga sentimientos y pensamientos. Luego, esta espada que atraviesa a María es la
palabra de Dios que no dejará de llevarla de sobresalto en sobresalto. El
Dios auténtico siempre es sorpresivo.
Por tanto, la imagen de la espada que
atraviesa a María nos habla de las angustiosas dificultades que ella misma va a
experimentar para comprender la palabra de Dios y obedecerla aun cuando no
coincide con lo aprendido hasta ahora. Es la palabra de Jesús la que
constantemente le va atravesar el alma y la vida, invitándole a hacer una
elección radical aún sin comprender (ese es el modelo de fe).
Las primeras palabras que pronuncie su hijo, Lc
2,50, son motivo de disgusto e incomprensión. Cuando Jesús por primera vez abre
la boca Lc 2,49 es para reprocharle su ignorancia, la espada continúa
atravesándole. No comprende, pero no rechaza. La palabra tiene que seguir
traspasándola hasta convertirla de madre en discípula. Y la espada seguirá
traspasándola cuando oye, que por su mensaje y actividad, la gente deja de ir
con él Lc 7,5, que los escribas lo tachan de blasfemo y endemoniado, que entre
sus seguidores van pecadores y prostitutas, come con recaudadores y descreídos.
Y cuando la familia va a por él porque creen que ha perdido el juicio, María
escucha aquello de mi madre y mis
hermanos son estos: los que escuchan la palabra
y la cumplen Lc 3,33-34. María ha
de elegir y comprender que la intimidad con Jesús no está garantizada por ser
su madre sino por convertirse en discípula.
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