VIERNES
2 DE FEBRERO, PRESENTACIÓN DEL SEÑOR, FIESTA.
22
Cuando llegó el tiempo de la purificación de María, según la ley de Moisés,
llevaron a Jesús a Jerusalén, para presentarlo al Señor 23 (de
acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: “Todo primogénito varón será
consagrado al Señor”) 24 y para entregar la oblación (como dice la
ley del Señor. “Un par de tórtolas o dos pichones”).
25
Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre honrado y piadoso,
que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él.
26
Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de
ver al Mesías del Señor 27 Impulsado por el Espíritu Santo, fue al
templo.
Cuando
entraban con el niño Jesús sus padres (para cumplir con él lo previsto por la
ley) ,28 Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:
29“Ahora,
Señor, según tu promesa,
puedes dejar
a tu siervo irse en paz;
30 porque
mis ojos han visto a tu Salvador,
31
a quien has presentado ante todos los pueblos:
32
luz para alumbrar a las naciones,
y gloria de
tu pueblo, Israel”.
33
José y María, la madre de Jesús, estaban admirados por lo que se decía del
niño.
34 Simeón
los bendijo diciendo a María, su madre: -Mira: Éste está puesto para que muchos
en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida; así quedará
clara la actitud de muchos corazones. 35 Y a ti, una espada te
traspasará el alma.
36Había
también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer
muy anciana: de jovencita había vivido siete años casada, 37y llevaba
ochenta y cuatro de viuda; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a
Dios con ayunos y oraciones.
38Acercándose
en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que
aguardaban la liberación de Jerusalén.
39Y
cuando cumplieron todo lo que prescribía la Ley del Señor, se volvieron a
Galilea, a su ciudad de Nazaret. 40El niño iba creciendo y
robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.
COMENTARIO.
Mediante
la primera pareja, Zacarías/Isabel, Lucas ha querido describir la situación
religiosa de Israel, vista desde la perspectiva de los responsables de mantener
la alianza que Dios había hecho con Abrahán y que había renovado por medio de
los profetas (Judea/sacerdote/santuario). A pesar de la completa y humanamente
insalvable esterilidad de la religión judía, Dios, fiel a sus compromisos, ha
intervenido en la historia de su pueblo para que diera un fruto, el fruto más
preciado que podía dar la religiosidad judía: Juan, asceta y profeta.
Lucas
se ha servido de una segunda pareja todavía no plenamente constituida,
María/José, para enmarcar el nacimiento del Hijo de Dios en la historia de la
humanidad. A pesar de que María estaba sólo desposada con José y de que todavía
no convivían juntos, fruto de la íntima colaboración entre Dios y una muchacha
del pueblo, en representación ésta del Israel fiel, pronto para el servicio
solícito hacia los demás, pero sin gran arraigo religioso (Nazaret/Galilea), ha
tenido un hijo: Jesús, el Mesías de Israel y Señor de toda la humanidad.
Ahora
Lucas quiere completar la descripción con una tercera pareja, Simeón y Ana,
cuyo único lazo de unión es el hecho de confluir en el templo en el preciso
instante en que van a presentar a Jesús; ambos son profundamente religiosos. A
través de estos dos personajes, presentados como profetas, Lucas reúne en el
momento de la presentación de Jesús en el templo las dos líneas que había
trazado en los cánticos de Zacarías y de María.
A
los 40 días si era un niño y a los 80 si era una niña, la madre debía
presentarse en el templo para purificarse, tenía que ofrecer un cordero o, si
no llegaba por ser pobre, dos tórtolas o dos pichones (Lev 12, 1ss). La
presencia del niño no era necesaria en la purificación de la madre. Para el
rescate (resulta curioso que el que viene a rescatar es rescatado) del
primogénito no había que llevarle al templo. Y de hecho nadie lo llevaba,
bastaba con pagar 5 siclos de plata, moneda del santuario. Pero Lucas no dice
nada de que María y José pagaran con monedas. ¿No será que el rescatado no
necesita rescate?
José y
María se dirigen al templo de Jerusalén para hacer la ofrenda al Señor. Es la
idea de la religión: las personas tienen que ofrecer para ser gratas a Dios, es
la idea que Jesús destruirá. En el evangelio de Juan, Jesús entra en el templo
y expulsa a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas. Pero después dirige su
ira solamente hacia los vendedores de palomas. Sólo a ellos les dice que no
conviertan la casa de su padre en un lugar de comercio, en un mercado. Jesús
les increpa airadamente porque las palomas eran la ofrenda que los más pobres
podían ofrecer al Señor, para obtener su beneplácito. De este modo, quedaba
prostituido el amor de Dios: el amor de Dios se obtenía pagando, y Jesús esto
no lo podía tolerar. No puede admitir que se venda el amor de Dios.
María y José tendrán que recorrer aun
un largo camino para acoger plenamente la novedad de Jesús, porque son hijos de
su tiempo, herederos de sus tradiciones religiosas. Sin embargo,
mientras que la ley los empuja hacia el templo, otra fuerza los impulsa en la
dirección opuesta: es el Espíritu Santo. El Espíritu y la ley no se pueden
soportar, uno exige la eliminación del otro.
Pues
bien, he aquí que en medio del rito, en medio del templo, de la triple mención
a la Ley v.22.23.24 aparece la triple mención del Espíritu Santo v.25.26.27 en
torno a un nuevo personaje, Simeón, cuyo nombre quiere decir “Dios escucha
siempre”, y esto no es casualidad.
Este
personaje, igual que su correspondiente femenino, Ana, son laicos y representan
al pueblo que está en el atrio (en la entrada, no dentro del templo, el lugar
de los sacerdotes), tienen esperanza y tienen Espíritu Santo.
Simeón, “Dios escucha siempre”, es un
laico que haciendo honor a su nombre mantiene viva la esperanza y éticamente es
justo con los hombres y piadoso con Dios. Quien es así, tiene el Espíritu de
Dios, lo mueve el Espíritu y va al templo movido por él, con la esperanza viva
y con su ética horizontal (justicia hacia los demás) y vertical (piedad hacia
Dios) en perfecto ejercicio. Y todo aquel que acude con estos presupuestos al
templo, descubre al niño, el nuevo Dios, como los pastores (representantes del
pueblo que no tenía acceso al templo), lo descubren en casa. Simeón y los
pastores son parejos y representan, respectivamente, al pueblo excluido y al
pueblo no-excluido.
Es
inevitable que entre el profeta Simeón, movido por el Espíritu Santo, y los
padres observantes de ritos inútiles, se produzca un “choque”, expresado en
gestos y palabras. Simeón les quita el niño de sus brazos y pronuncia unas
palabras que les dejan pasmados, causan estupor porque este niño no ha venido
sólo para Israel, sino que será la Luz de
todas las naciones.
29-32
"Ahora, Señor, según tu promesa,
puedes dejar
a tu siervo irse en paz;
30
porque mis ojos han visto a tu Salvador,
31
a quien has presentado ante todos los pueblos:
32
luz para alumbrar a las naciones,
y gloria de
tu pueblo, Israel”.
Este
himno nos recuerda que el que vive siendo y teniendo las actitudes de Simeón
(esperanza inquebrantable en que Dios escucha, justicia para con los demás y
piedad para con Dios) en el punto y seguido de su vida (la muerte) le espera un
encuentro con su Señor. Un encuentro que supone que no es tanto que estoy en
las manos de Dios, pues siempre estamos, cuanto “la experiencia de que él está
en las nuestras”, en nuestras manos, es decir, descubrir que él está a nuestro
alcance.
La salvación no es tanto que Dios me abraza
cuanto que yo lo abrazo y ya no lo suelto. Pues de Simeón, el texto no dice
que se lo devolvió a los brazos de María y de José, cosa que se hará
históricamente, ya que como éste es un texto catequético se silencia. Por esto,
para un auténtico creyente, la muerte es dulce y amorosa, porque es llegar a la
paz total a través de caer en la cuenta que tienes la salvación contigo, en tus
brazos. El momento de la paz total y plena sólo la viviremos en el punto y
seguido de nuestra existencia terrena. La Iglesia nos pone este himno en la
liturgia de Completas (oración de la noche), previa al sueño, que es una imagen
de la muerte, como el sueño es dulce y la cama amorosa, la muerte también.
¿A
quién se llama Simeón? A quien está firmemente anclado en que “Dios
escucha siempre”, y Dios no le defrauda. A quien es como Simeón, descubrirá
y tendrá en su vida muchos momentos. Ahora
con los que comienza el himno, será intemporal. Ahora Simeón no puede hacer otra cosa que cantar al entrar en
contacto con el niño, porque llegado el momento de su muerte, descubre que ésta
no existe porque en ese momento descubre al que es la Vida entre sus brazos y,
por eso, le inunda la paz en ese momento que es cuando ve y palpa la luz, la
salvación, por tanto al Salvador.
Todo
esto se conseguirá al final de la catequesis del evangelio, con la entrega
total (pasión, muerte y resurrección) pero ya está presente desde el principio,
porque en Dios no hay tiempo. Lucas, que es exponente de la maduración que
experimentó el primitivo pensamiento cristiano, es el que ha llegado a
comprender que los efectos del acontecimiento de Cristo no son fruto del
desenlace final (la cruz) sino que ya están presentes en los mismos comienzos
de su existencia terrena. En definitiva, menos cruz y más gozo, o, al menos,
tanto gozo como cruz.
A
María y José todo esto les viene del revés de lo que les habían enseñado de
pequeños en las catequesis en sus sinagogas. Les habían dicho que la luz del
Señor brillaría sobre Jerusalén y que las naciones tendrían que ir a su luz,
hacerse judíos, someterse al judaísmo. Y ahora Simeón dice que las naciones, no
sólo no van a ser arrasadas sino iluminadas, y que, al contrario, es en Israel
donde esto va a ser piedra de tropiezo y ruina para algunos está puesto en Israel para que unos caigan y
otros se levanten (2,34).
José
y María no entienden, pero no hay tiempo ni siquiera para no-entender. La fe no
consiste en confiar a pesar de no comprender, sino en acoger, aceptar
incondicionalmente, es decir, no entiendo pero no rechazo, confío y espero que
al final del proceso (como Simeón que está al final de su vida) vea y
comprenderé. Como tantas veces nos sucede con las personas, con nosotros
mismos, también ocurre en el camino de la fe.
El
himno de Simeón es interrumpido por el asombro/admiración
de María y José, seguido de una profecía concretada en María que es un
añadido al himno propiamente dicho.
Esta
profecía hace referencia a una espada, veamos una traducción alternativa a la
anterior: “Y a ti, tus anhelos personales, te los truncará una espada”. Siempre
se ha interpretado esa espada como una figuración de la Madre dolorosa
traspasada por el dolor de ver a su hijo crucificado y traspasado por la
lanza…Pero no es ese el sentido de la espada en Lucas.
Para
empezar, la presencia de María junto a la cruz no aparece en Lucas, es
exclusiva de Juan, así como lo de la lanzada, también es exclusiva de Juan. Por
el uso y contexto que se hace del término espada
en el NT, se puede decir que la espada a la que aquí hace referencia el
anciano Simeón es figura e imagen de la palabra de Dios y de lo incisiva que es
esta palabra. En la carta a los Hebreos 4,12 se dice que la palabra de Dios es viva y eficaz, espada de dos filos que penetra
hasta la unión del alma y espíritu, de órganos y médula que juzga sentimientos
y pensamientos. Luego, esta espada
que atraviesa a María es la palabra de Dios que no dejara de llevarla de
sobresalto en sobresalto. El Dios auténtico siempre es sorpresivo.
Por
tanto, la imagen de la espada que atraviesa a María nos habla de las
angustiosas dificultades que ella misma va a experimentar para comprender la
palabra de Dios y obedecerla aun cuando no coincide con lo aprendido hasta
ahora. Es la palabra de Jesús la que constantemente le va atravesar el alma y
la vida, invitándole a hacer una elección radical aún sin comprender (ese es el
modelo de fe).
Las
primeras palabras que pronuncie su hijo Lc 2,50 son motivo de disgusto e
incomprensión. Todas las expectativas se desarrollan de modo diferente. Cuando
Jesús por primera vez abre la boca Lc 2,49 es para reprocharle su ignorancia,
la espada continúa atravesándole. No comprende, pero no rechaza. La palabra
tiene que seguir traspasándola hasta convertirla de madre en discípula. Y la
espada seguirá traspasándola cuando oye, que por su mensaje y actividad, la
gente deja de ir con él 7,5, que los escribas lo tachan de blasfemo y
endemoniado, que entre sus seguidores van pecadores y prostitutas, come con
recaudadores y descreídos. Y cuando la familia va a por él porque creen que ha
perdido el juicio, María escucha aquello de mi
madre y mis hermanos son estos: los que escuchan la palabra y la cumplen Lc 3,33-34.
María ha de elegir y comprender que la intimidad con Jesús no está
garantizada por ser su madre sino por convertirse en discípula 11,27-29.
Había también una profetisa, Ana, hija de
Fanuel, de la tribu de Aser. Las descripciones de Simeón y Ana, aunque
simétricas son totalmente distintas. Simeón ha sido descrito mirando al interior,
mediante su espiritualidad. Ahora, Ana viene descrita por lo exterior: Ana quiere decir “favorecida,
graciosa”. Hija de Fanuel significa
“rostro de Dios”. De la tribu de Aser,
significa de la tribu de la “buena suerte, fortuna, felicidad” (Gn 30,13). De
la tribu de “la buena suerte” y engendrada por el “rostro de Dios” no puede
menos que ser “favorecida” con la visión del Dios-niño que acaba de nacer. Es
la figura femenina que forma pareja con Simeón, ambos profetas y ambos
representando al pueblo que mantiene siempre la esperanza, unidos a la
humanidad son piadosos con Dios. Es la descripción ideal del pueblo ad intra, hacia dentro, el pueblo que
mantiene las actitudes de escucha (Simeón) acaba siendo favorecido por el
“rostro de Dios” (Ana); el padre de Ana se llama Fanuel, “rostro de Dios”, luego el auténtico padre de Ana es Dios y
Dios nos engendra totalmente cuando contemplamos su rostro.
El
resto de datos sobre Ana describen de forma simbólica a la totalidad del
pueblo: tiene 84 años =12 x 7; 12 es
el número del pueblo, de las tribus, y se acaba de mencionar la tribu más
norteña, Aser, y Simeón, el personaje
anterior, es de la más sureña; 7 es el número de la plenitud, el número de la
totalidad, el número de la universalidad, luego el número 84 significa la totalidad universal del pueblo. Ana representa al
pueblo virgen con quien Dios se desposa pero por la ruptura de la alianza acaba
en viudedad, aunque siempre está esperanzada en Dios celebrando todo lo que
significan los nombres de su tribu, su padre y su propio nombre. Ana aparece
descrita como arraigada en un pasado que le recuerda sus promesas, pegada a la
institución, al templo, que es el lugar de vejez, viudez, esterilidad, y al
mismo tiempo, esperanzada, por esto se nos presenta como profetisa, tiene al
Espíritu. Ana, como Juan Bautista y Simeón, está en el quicio de las dos
alianzas, son los últimos profetas del AT y los primeros testigos del NT.
El
término liberación significa la
liberación total, profunda, escatológica, más allá de la muerte. Dios realiza
esta liberación al estilo de un miembro de la familia que rescata a parientes.
Dios nos rescata porque somos sus parientes, sus hijos. En este caso Jerusalén es una figura que quiere decir
“todo el pueblo”. Ana hablaba a todos los que esperaban la salvación definitiva
de todo el pueblo.
Con
la mención de las palabras así se
cumplieron y la última mención de la ley, acaba este episodio dedicado a
presentar a Jesús como hijo del pueblo
que cumple todo lo previsto por la ley.
María y José salieron de Nazaret Lc 2,4, con motivo del empadronamiento,
y allí vuelven a su normalidad y anonimato de siempre.
Se llenaba de sabiduría, este dato,
simplemente ha sido puesto para preparar el próximo relato en el que el niño va
a mostrar en el templo su sabiduría. Jesús que ha nacido en soledad, aguarda en
familia y entre el pueblo, su momento.
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